HUESCA:
EL CRIMEN DEL SR. JUEZ. Entre Siétamo y Albero Bajo
En el mes de noviembre de 1848 don Manuel
Abad organizó una partida de hombres que corrió por la parte de las Cinco
Villas aragonesas con la intención de proclamar la República española.
Las tropas que mandó fueron derrotadas en la
población de Siétamo, en las cercanías de Huesca. Algunos de los hombres que
las mandaban, con don Manuel Abad a la cabeza, fueron traicioneramente
ajusticiados en Huesca. El resto de los hombres condenados a presidio… en
Filipinas.
Los indultaron dos años después. Uno de
ellos, Mariano Barranquero, sería protagonista de otro de aquellos sucesos que
únicamente se dan cada cien, cada doscientos años. O que no se dan nunca…
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El
libro:
· Tapa blanda: 87 páginas
· Editor: Independently published
· Colección: Tinta Negra. Núm. 9
· Idioma: Español
· ISBN-13: 979-8668107575
· ASIN: B08DC84GGQ
Juzgue
el lector:
-I-
UN
JUEZ DIVINO
La noticia se extendió como la
pólvora, al mismo tiempo que el cielo, que a lo largo de la mañana se mantuvo
amenazante, comenzó a descargar una lluvia fina que poco a poco se fue
intensificando hasta convertirse en aguacero; como si las nubes se hubiesen
puesto de acuerdo para descargar a aquellas horas toda el agua acumulada a lo
largo del año; como si no hubiese días o semanas o meses en los que la lluvia,
sin necesidad de causar mayores molestias, pudiera dejarse caer.
Pero tenía que ser entonces, en el momento en que se abrieron las
puertas y asomó la cabecera del cortejo cuando, como si de un nuevo castigo del
cielo se tratara, las nubes se aliaron para convertir las calles en un lodazal,
y aún así la gente acudía a la plaza de la catedral por cualquier parte.
No estaba muy claro si lo hacían para mostrarse en contra, o acudía
atraída por uno de esos espectáculos que la historia de los pueblos escribe una
vez cada quinientos, o cada mil años, o no lo escribe nunca, o lo hace una sola
vez en la vida.
La voz de lo que estaba por suceder corrió más veloz que el trueno, a la
misma que el rayo. Los jueces debían de haber vuelto locos. La justicia, de
Dios y de los hombres, estaba a punto de cometer el crimen más innoble; el
pecado más inmundo que cualquier hombre de justicia, servidor de Dios en la
tierra y fiel a sus mandamientos, pudiera llevar a cabo.
Los frailes y los curas, los sacristanes y el obispo; nadie se opuso a
que un ciego, absurdo y vengativo juez, con permiso de la autoridad, bajo la
inmoral mano del gobernador, con la anuencia de los alcaldes, se dispusiera a
cometer, como si del más bajo criminal se tratase, el más vil de los actos que
hombre alguno puede llevar a cabo.
Al juez lo auxiliaban todos los hombres de justicia de Huesca; y la
guardia de la ciudad, e incluso las cofradías que abrían paso al cortejo más
inhumano que jamás recorrió las calles de la ciudad.
El cielo, descargando su carga de agua, parecía estar también en contra
de la vileza de los hombres. Aquello, la tormenta, el barro por las calles,
parecía ser su forma de anunciarlo.
El grito de la mujer, que alguien identificó como la madre del reo, fue
de esos que se recuerdan en el tiempo; alguien diría que heló la sangre en las venas de quienes observaban la salida del
cortejo por las puertas de la cárcel:
-¡Mariano!
La vieron hincarse de rodillas en medio del agua que bajaba la calle
abajo y doblaba la esquina buscando la salida a través de los callejones,
mientras la misma lluvia la empapaba las ropas sin que notase otra cosa más que
el dolor de la madre que está a punto de perder al hijo por quien tanto
padeció.
Una mujer joven, enlutada también, la tomaba por los hombres:
-Madre, Mariano es muerto.
Si no lo estaba pronto lo tendría que estar, pues así lo sentenció la
justicia.
Era lo que las voces iban pasando de boca en boca, dando a la escena una
imagen que bien podría parecerse a una nueva pasión con un nuevo protagonista y
un nuevo escenario en un mundo distinto.
Sin verónicas con lienzo en el que quedase plasmado el rostro del
condenado, ni cirineos que le llevasen la cruz.
Había, eso sí, jueces malditos que trataban de hacer que la ley se
cumpliese hasta la última línea; costaleros inmundos que llevaban sobre sus
hombros las angarillas sobre las que iba Mariano Barranquero, gentes sin
corazón ni sentimiento que pedían el cumplimiento de esa sentencia y otras más
humanas que imploraban la caridad y justicia divina por encima de los deseos de
venganza humana de un juez con corazón de hiena. De unas autoridades que, más que
humanas, parecían ser hijas del mismísimo demonio.
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