EL
CRIMEN DEL CURA DE GALISANCHO. Un patíbulo en Alba de Tormes.
El cura de Galisancho, población cercana a Alba de Tormes, en la
provincia de Salamanca, decían las malas lenguas que guardaba, prácticamente,
un tesoro en su casa. Un tesoro en forma de unos cuantos miles de reales.
Suficientes para vivir sin trabajar por espacio de un buen periodo de tiempo.
El libro:
· Tapa blanda: 118 páginas
· Editor: Independently published
· Colección: Tinta Negra. Núm. 5
· Idioma: Español
· ISBN-13: 979-8663448925
· ASIN: B08C9CZ1KH
Y
así comienza el relato:
EL
ZAGALILLO DE GALISANCHO
Al zagalillo, que como la mayoría de los zagalillos, por ser el tiempo
que era dormía al pie del escaño de la cocina, al abrigo de las últimas brasas
de la lumbre, lo despertó un sopapo, o una patada que le dieron en las narices.
De tal manera que al instante sintió como la sangre le resbalaba por los
labios.
También sintió ese pavor que se siente cuando alguien te despierta de un
sopapo, o de una patada en las narices.
Las brasas de la lumbre ya se habían ido acurrucando debajo de la
ceniza, a pesar de que en la cocina se notaba todavía el agradable calorcillo
de haber estado quemándose tronco de encina desde el alba, hasta que el
chiquillo se echó sobre la colchoneta de pajas, en el mismo santo suelo en el
que durmió los últimos siete meses, desde que padre y madre, con tantas coas a
las que atender y cuando el Sr. Cura de Galisancho les dijo que él lo podía
hacer a cambio de que el chiquillo le hiciese de monaguillo, los recados y
aquello que le mandase, le dijeron al Sr. Cura, don Santiago, que en sus manos,
y las de Dios Señor nuestro lo dejaban; que en mejores no podía estar.
Espabilado como pocos, que dirían en Galisancho y en la tierra de Alba
de Tormes, resultaba el chiquillo que, todas las noches, antes de que el Sr.
Cura se retirase a dormir a su alcoba, repasaba con él algunas lecciones,
enseñándole a leer, a escribir, a cantar, a declamar… Así que no fue extraño
que cuando al crío lo llamaron al estrado fuese definido por la prensa que
siguió sus pasos, además de como muy simpático “de ojos grandes y tristes y tiene un aspecto general que le hace
sumamente agradable”.
Entonces, cuando subió al estrado contaba con 13 años de edad, cuando
poco más o menos le rompieron las narices del sopapo, o de la patada, acaba de
cumplir los 11.
En medio de la oscuridad en la que la casa se encontraba en aquellos
momentos, en medio del silencio que rodeaba el campo a aquellas horas, al niño
le entraron los mil temores, representándosele una de esas escenas que se
cuentan en noches como aquellas, de duro y frío invierno, a la luz de la luna y
el fuego de la lumbre. Una historia de hombres malos, de lobos, de ladrones, de
salteadores de caminos o asaltantes de casas como la del señor cura de
Galisancho, que no acaban bien.
Cuatro eran las fieras que se le pusieron delante. Y no sabría decir
cual de las cuatro fue la del sopapo. Una de ellas más alta que las demás, y
otra más baja que los otros tres. Las caras no las podía ver muy bien, y por
eso le costaría describirlos con la corrección que se ha de describir a unos
ladrones que de madrugada asaltan la casa de todo un señor cura.
La cocina, como boca de lobo, tenía abierta la del horno, que por ella
salieron los lobos, o los ladrones. ¿Qué iba a saber entonces el crío de por
dónde entraron?
La casa, como todas las casas en las que poder se podía, estaba
convertida en una especie de cajón cerrado por dentro. Atrancada la puerta del
corral, que daba al campo, y atrancada la puerta de la casa, que daba a la
calle. Claro está que al ser la última del pueblo pocas personas podían ser las
que pudiesen escuchar los golpes, si es que se hicieron; que se amortiguaron
con la noche y la precaución que aquellos cuatro pusieron en que nadie
escuchase, y en no hacer ruido.
Al tapial del corral, levantado de adobes, le fueron quitando alguno que
otro con la reja de un arado, de manera que del suelo a la cumbre hicieron una
especie de escalera en la pared a través de la que ascendieron y saltaron al
otro lado. Para pasar del corral a la cocina, a través del honor del pan
hicieron lo propio. Pringarse de cenizas fue lo mínimo que les sucedió, puesto
que de haber tenido brasas en él hubiesen pasado, que no las pasaron, las de
Caín.
A
la luz de la vela, cuando la encendieron, comenzó a verse en la cocina la
sombra de los cuatro bandoleros, la del varal de longanizas que pendía del
techo, la tinaja del agua, el horno abierto, el escaño, las trébedes sobre las
brasas agonizantes, la cantarera con sus cántaras y, a un lado, el pasillo que
salía al patio casa y conducía al cuarto del señor cura, y al del ama, la señá
Ángela, dura de oído, claro que, con más de setenta años que tenía la vieja,
algo malo, aparte de un cierto mal carácter, debía de tener.
Al chiquillo lo levantaron tirándole de las orejas. Le temblaban las
piernas y tenía escrito el miedo en el blanco de los ojos, aunque no hizo
preguntas como esas que se hacen en los cuentos de miedo. Preguntas como: ¿Me
van a matar?; que se hacen a los bandoleros. O preguntas como: ¿Me van a
comer?, que se hacen a los lobos.
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