EL
CRIMEN DE LA ENCAJERA DE CARABANCHEL.
El crimen de la encajera; el tabernero de Cubillejo
y un abogado de Sigüenza. Los crímenes de Carabanchel.
Sucedió en 1932, en Madrid, cuando una
mañana de domingo del mes de marzo una mujer apareció asesinada en mitad del
campo en el entonces pueblo de Carabanchel Bajo.
Mucho tiempo tardaría en resolverse el caso,
hasta que, andado el tiempo, otro crimen, de similares características, tuvo
lugar en una casa del mismo pueblo. Los
investigadores trabajaron duro hasta dar con los asesinos.
A su alrededor, toda una trama de misterio.
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El
libro:
· Tapa blanda: 121 páginas
· Editor: Independently published
· Colección: Tinta Negra. Núm. 1
· Idioma: Español
· ISBN-13: 979-8655614994
· ASIN: B08BDWYMTK
Lee aquí las primeras líneas:
-I-
LA
MUJER DEGOLLADA
En
las primeras horas de la mañana del domingo 13 de marzo de 1932 comenzó a
circular por Madrid la noticia de que en el pueblo de Carabanchel Bajo, en el
lugar conocido como Prado de Carranque, a unos cien metros de la también
conocida Vereda del Soldado, apareció degollada una mujer que, aparentemente,
representaba una edad próxima a los cincuenta años.
El
cadáver fue avistado esa mañana, unas horas antes de que la noticia recorriese
el entorno, por unos pastores, quienes dieron cuenta del hallazgo a la Guardia
civil, trasladándose al lugar de los hechos, para hacer las averiguaciones y
comprobaciones pertinentes el teniente Miguel Osorio al frente de una pareja de
guardias. Al llegar al lugar y comprobar que efectivamente el cadáver
presentaba síntomas de violencia, se avisó al juzgado municipal del pueblo de
Carabanchel, no tardando en hacer acto de presencia su titular, don Ramón Ordaz
Salamín acompañado del secretario don Prudencio Igartúa; del oficial Sancho Caballero y del alguacil
López.
El
primer reconocimiento ofreció la visión que tuvieron los pastores. El del
cadáver de una mujer vestida de negro, con pañoleta negra a la cabeza, una
toquilla cruzada al pecho y poco más.
Ni
portaba documentos que la pudiesen identificar, ni cualquier otro objeto que
delatase su procedencia o destino, a pesar de que vestía de forma peculiar;
como lo hacían las mujeres toledanas del entorno de Lagartera.
No
se dudó en afirmar que la muerte se produjo con el insano fin de robarle sus
pertenencias, puesto que el cuerpo no había sido violentado con ánimo sexual, y
sí registrado.
La
muerte, en apariencia, fue provocada por un importante corte que afectaba al
cuello, con desgarro de las principales arterias. Las huellas de las personas
que llegaron hasta allí, al igual que las de la mujer, se perdían entre los
surcos, arados en días anteriores.
Esquitiano de la Concepción Expósito y Antonio Benito Martín, los
pastores, tenían su ganado en una majada cercana. Uno de ellos fue quien aquel
domingo, al terminar de ordeñar, se fijó en el bulto negro que aparecía a la
distancia y la curiosidad hizo el resto. Dirigirse hacia él y en consecuencia
descubrir a la pobre mujer.
Ninguno de los dos, ni la tarde noche del día de víspera ni a lo largo
de la noche del sábado al domingo, escucharon o vieron nada. Pues el cadáver no
estaba allí el día anterior y todo indicaba que la muerte era reciente.
Mediada la mañana la casualidad quiso que un soldado del grupo de
Información de Artillería de los campamentos cercanos entrase en una lechería,
donde se comentaba el asunto y, por las trazas que se dieron de la mujer le dio
un pálpito al corazón, imaginando que se trataba de su madre.
Se
alojaba, cuando venía a Madrid desde la provincia de Toledo en donde vivía y de
la que era natural, en la misma posada en la que lo hacían las encajeras y
vendedoras de bordados que llegaban a Madrid para vender sus mercancías desde
la comarca de Lagartera. Bordados tan famosos que no hacía falta pregonar. Las
encajeras los llevaban de puerta en puerta, a los lugares en los que sabían que
eran apreciados y valorados.
El
lugar no era otro que la posada de la Merced, en la Cava Baja, a donde llamó el
muchacho y en donde le confirmaron que su madre salió de ella el sábado por la
tarde, y aun no había regresado. Por lo que tras pedir el permiso
correspondiente, acudió al juzgado de Carabanchel, donde se llevaban a cabo las
diligencias, de aquí, al depósito de cadáveres, en el mismo cementerio del
pueblo, en donde se encontraba a la espera del reconocimiento y la autopsia.
Allí
se derrumbó. Las sospechas y corazonadas que tuvo a lo largo de la mañana se
confirmaban. El cadáver era el de su madre Luciana Rodríguez Narro, de
cincuenta años de edad, natural de Navalcán y vecina de Herreruela de Oropesa,
en la provincia de Toledo, donde con sus hijas y hermanas se dedicaba a la
confección de encajes y bordados de Lagartera que traía a vender a Madrid.
Llevaba unos cuantos días en Madrid, desde el día 3, más o menos, llegó
para vender el producto de los últimos meses de trabajo. Al pueblo había girado
el dinero de las primeras ventas, alrededor de doscientas pesetas, y a visitar
al hijo cumpliendo el servicio militar en los cuarteles de Campamento, acudió
las vísperas de su desaparición, prometiendo regresar antes de tornar a
Herreruela, el martes o miércoles siguiente, puesto se encontraba algo delicado
de salud.
En
la posada de la Merced, lo mismo que sus paisanas que desde Toledo venían a
Madrid a lo mismo, se hospedaba desde hacía unos cuantos años, desde que se
inició en el negocio de la venta de encajes, después de enviudar, cuatro o cinco años atrás.
El
negocio no le iba nada mal, puesto que era una mujer hábil en el trato, mañosa
a la hora de la venta, y con buenas manos, lo mismo que sus hijas, para dar a
los bordados una calidad que ya quisieran otras. De ahí que algunas de las
mujeres que se dedicaban a lo mismo la tuviesen un poco de tirria. De envidia
sana; por lo bien que se las apañaba para vender, y por la buena clientela que en los años que llevaba
en el asunto había logrado reunir.
De
la posada salió Luciana aquel sábado con un paquete de encajes alrededor de las
cuatro de la tarde, sin hablar con nadie ni despedirse de nadie, y ya no
regresó.
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